De toda la vida, la humanidad
se ha enfrentado a la noble tarea de eliminar las heces y los orines fruto del
silencioso quehacer de la madre naturaleza. A veces no tan silencioso por la
malsana costumbre de algunas personas humanas de tirarse pedos o cagar
(defecar, evacuar) con sonora estridencia. La primera fase para eliminar los
desechos de la nutrición es disponer de un inodoro (retrete, escusado)
confortable, limpio, privado. Nada de hacer de vientre o mear (orinar,
miccionar) en un cubo ni a la vista de los demás. Me lo contó Fermín Morales,
nacido en Las Palmas de Gran Canaria. Hubiera sido un modisto de postín (a él
se debe los primeros diseños del tanga parrandero) de no haber muerto
precozmente en los riscos de Tamadaba. De niño hacía las necesidades en una
lata de sardinas, grande, redonda. Más tarde comenzó a usar un balde o cubo de
latón. El cuarto de baño estaba en el patio, detrás de una puerta. La puerta
cerraba el resto de la casa, pero cuando los moradores querían mear o cagar
abrían la puerta del todo y tomaban posesión del "cuarto de baño",
ecológico como ninguno. Después tiraban los excrementos en el barranco. Pero
debían pasar delante de los demás inquilinos del patio de vecinos. A veces
pegaban la hebra sobre temas generales mientras los respectivos baldes
descansaban en el suelo. Los técnicos en detritus han calculado un peso entre
cien y doscientos gramos de heces y un litro y medio de orines expulsados
diariamente por cada persona. Mucha mierda como para no tomarla en serio por
las autoridades municipales y los fabricantes de orinales, inodoros, papel
higiénico. En realidad, tanto defecar como mear es un negocio redondo para
mucha gente. Recientemente, los japoneses han emprendido la conquista del
mercado norteamericano con su revolucionario escusado. Alta tecnología para la
hora más íntima del hombre. Los inodoros Toto están controlados por un
dispositivo inalámbrico alimentado por pilas energéticas. Primero un chorro de
agua limpia el borde del retrete; después el chorro de agua depura el resto de
la taza y finalmente restituye la calma. Los inodoros Toto ahorran agua y
evitan ruidos. Lo primero es muy importante, pero lo segundo no siempre. ¿Se
imagina usted llegar a una casa ajena y usar el cuarto de baño? Todo bicho
viviente oyendo sus truculencias o usted sufriendo para ir arrojando lastre
controladamente. Ahora un pedo suave, después un vientecillo discreto, más
tarde la masa. ¡¡Qué horror los inodoros Toto!! Ojalá sean un fracaso porque si
no a ver quién coño va a defecar en casa de nadie. Personalmente uso la técnica
de la cisterna. Me siento tranquilamente en la taza del water y pulso la
cisterna. El ruido del sifón llenando de nuevo la cisterna me permite aflojar
las válvulas y pasar a la siguiente fase, ya sin tanto ruido. Pero con el
inodoro Toto la hemos cagado. Adiós a la discreción, adiós a la tranquilidad
del espíritu.
II
PARTE
Odio la lluvia, me trae malos
recuerdos de la infancia. En Costa Rica cae agua a montones, meses y meses.
Pronto comenzará de nuevo el invierno (temporada húmeda), sol deslumbrante por
la mañana y después un diluvio hasta la caída de la tarde. Pero en Costa Rica
no hace frío como en España. Qué tiempecito me tocó sufrir durante mi reciente
viaje a la Madre Patria. Qué frío en Mataró a las doce de la noche. Calles sin
gente, bares cerrados. Cada vez me gusta más Mataró. Nuevos jardines, bellos
restaurantes, modernas bibibliotecas. Sólo un fallo en la biblioteca
"Pompeu Fabra". El secador de las manos está instalado junto a los
urinarios. Menos de 50 centímetros. Francamente no dan ganas de lavarse las
manos incluso después de cagar. Qué peste, Señor. En más de una ocasión me
limpié con disimulo en los libros de la biblioteca. En los libros, en los
discos, en los vídeos. Otro día publicaré la relación por si fuera del interés
de alguien. En Mataró también reside mi amiga Esther. Manoli y yo fuimos a
comer a su casa. Garbanzos con bacalao y canelones de espinacas con pasas y
piñones. Vino tinto del Penedés y una cremita catalana. Un café hecho como Dios
manda con leche condensada a modo de epílogo. Mucha conversación en la
sobremesa. A media tarde a ver "El diario de Patricia" mientras
devorábamos una bandeja de galletas Nuria, rica en fibra, un laxante inmediato.
Esther y Manoli no pestañeaban mientras Paricia hurgaba en la sexualidad de los
invitados. Yo de vez en cuando miraba con desconsuelo hacia la puerta del
cuarto de baño. Tan cerca, pero tan lejos la posibilidad de defecar con
tranquilidad. Por fin terminó "El diario de Patricia" y Esther puso
música étnica, redoble de tambores. "Esta es mi ocasión" -musité. El
pantalón abajo, las piernas arqueadas y un rictus de felicidad en los ojos.
¡¡Pero!!... Oh, Virgen de la Moreneta... ¡¡Plof!!... Sonó un ruido sordo y la
mierda salió disparada en todas las direcciones. Excrementos en el borde de la
taza del inodoro y en las piernas. Mi mano derecha buscó papel higiénico, pero
se topó con el vacío. ¿Qué hacer? ¿Asomarme a la puerta en busca de ayuda? Me
limpié provisionalmente con la mano y luego arrastré las piernas hasta el
lavamanos. Agua y jabón en el ano, las piernas, las manos. Naturalmente se mojó
el pantalón. Con la escobilla del inodoro fregué el borde la taza del retrete.
Entonces me di cuenta. También el suelo estaba sucio. Con la misma escobilla
intenté asearlo. Pero sólo conseguí extender aún más los restos de heces. ¿Que
hacer? ¿Coger una toalla? ¿Quizá el albornoz de Esther? Usé la alfombra de la
ducha. Salí del cuarto de baño de medio lado para ocultar la pernera mojada del
pantalón. "¿Qué ha pasado?" -preguntó Manoli. "¡¡Calla,
calla!!" -respondí. "Estás blanco como la pared" -apostilló
Esther... Qué calor (es) pasé aquella tarde en Mataró.
III
PARTE
Manoli y yo hemos pasado varios días en Mataró, en la casa de Esther, un apartamento pequeño, coqueto, dos habitaciones adosadas, un inconveniente tratándose de mi novia. Es bastante ruidosa, no conoce la vergüenza cuando el amor corretea salvaje por sus venas. Gime, chilla, no para de pedirme más y más. Dormir en un dormitorio contiguo a ella es permanecer en vela, sentir la necesidad de salir a recorrer la ciudad, amanecer en una churrería, tomar el sol un rato. He de confesarlo, y pido excusas por si hiero la sensibilidad de alguien, me gusta tener a mi novia entre mis brazos, entre mis piernas, entre mis besos, cuando otra mujer nos escucha. Me la imagino tumbada en su cama pendiente de nosotros o con la oreja pegada en la pared, quizá tocándose, seguro que deseando estar conmigo, y yo con las dos a la vez. Me sucedió no hace tanto, en tierras lejanas. Aquella mañana me levanté después de marcharse mi novia de entonces a trabajar. Entré en la cocina para hacer café (digo café, no aguachirle como hacen por esos mundos de Dios). Rita estaba de espaldas, con un camisón blanco, corto, sin nada debajo. No más de metro y medio de alzada, pechos abultados y caderas para componer un poema de amor en los trigales. Me acerqué a mi cuñadita para darle un beso, como cada mañana (también por la noche nos dábamos otro de despedida). La sujeté levemente por la cintura mientras ella giraba la cara hacia mi. El beso cayó en los labios. "Siéntate, estoy haciendo jugo de naranja". ¡¡Oh, Dios, cómo estaba aquella criatura!! Cuarenta y cinco años, la mitad desaprovechados con "musculitos", devoto del culturismo, las pesas, el espejo narcisista. Cocoliso daba la impresión de ser un fenómeno, mucho cuerpo y poca cabeza, desproporcionado. Hasta cinco horas diarias gastaba en el gimnasio mientras Rita fantaseaba con otros hombres por internet. Conoció a varios personalmente, mas sin embargo sólo uno descubrió sus verdaderas ansias. Terminó de servir el zumo en sendos vasos y tomó asiento frente a mí. Cruzó las piernas. Sorbió medio jugo de naranja. Dijo: "Anoche casi no me dejas pegar ojo". Dibujé un mohín fingiendo perplejidad y burla. "Es increible a tus años. No paras quieto ni de madrugada". "¡¡Oiga, oiga!! ¿Cómo que a mis años?". "Seguramente tomarás viagra". "¿Por qué no lo compruebas tú misma?". "Ja, ja, ja". Silencio prebélico. Prosiguió: "¿Sabes? Soy una mujer muy especial". "Cuéntamelo todo" -respondí. Lo hizo sin rodeos. Un italiano de paso por aquellas tierras la vistió con una peluca, gafas de sol y minifalda de colegiala. La condujo a una casa de lenocinio. Subieron la escalera hasta el segundo piso, ella delante y el italiano diez escalones detrás. Los clientes del prostíbulo la devoraban sin pestañear. Entraron en un cuartucho en penumbra. "¿Has visto cómo me miraban esos descarados?". El italiano le dio un bofetón y la empujó sobre la cama. Le arrancó el tanga y la cubrió de besos hambrientos donde las piernas se juntan. Después se sentó encima como si fuera un jinete sobre una yegua y con una mano le sujetó las suyas. Le administró un segundo cachetón. "¡¡Perra!! ¡¡Golfa!! ¡¡Ninfómana!!" -dijo mientras le dejaba sus dientes marcados en el cuello, en las tetas, en los brazos. "¡¡Hazme tuya!! ¡¡Soy tu puta!! ¡¡Maltratame los pezones!!". Perdieron la noción del tiempo entre orgasmos, insultos y guantazos. "Siempre he deseado ser poseída en un burdel por un hombre fuerte y posesivo, pero también amoroso, consentidor". Me acerqué a ella simulando misterio. En el oído le pregunté: "¿Qué pensabas anoche mientras nos escuchabas a tu hermana y a mí?". "Ja, ja, ja". "¿No me lo vas a decir?" -insistí dejando caer mi mano sobre sus rodillas. "Ja, ja, ja". "¿Te masturbaste?". "Ja, ja, ja". Descruzó las piernas y mi mano prosiguió viaje hacia la oscuridad, húmeda, caliente, temblorosa. Dormimos hechos un ovillo hasta más alla del mediodía, ella con la cara roja y yo con marcas de uña en la espalda. Una semana después amanecí con las dos hermanas. Sorprendimos a Esther durmiendo en la salita. "¿No te quedaste en tu cuarto?" -pregunté. "Estuve viendo la tele hasta muy tarde y me dio pereza levantarme". Más tarde Manoli me dijo la verdad: "Nos escuchó y se sintió incómoda". "Ella a dieta y tu comiéndotelo todo. El mundo está mal repartido" -dije. "¿Te gustaría acostarte con ella?". "Bueno yo sin tu permiso no hago nada" -respondí con media sonrisa. "¡¡Te saco los ojos!!". Qué carácter más fuerte, pero cada uno tiene sus costumbres, y yo soy bastante respetuoso. No volvimos a hablar del tema, pero si Manoli supiera... Qué colección de tangas y sujetadores más lindos de Esther contemplaba con arrobo en el lavadero cuando iba a tender la ropa (porque yo, señores, y pido disculpas por si hiero la sensibilidad de alguien, lavo la ropita tanto de mi novia como la mía). Todas las noches pensaba en Esther cuando mi amorcito jadeaba como una fiera en celo. También pensaba en ella por las mañanas, a la hora de cagar. Como estaba acostada en la salita, junto a la puerta del cuarto de baño, me daba vergüenza tirar cohetes. Manoli no es así, se sienta, y hala, a descargar sin reparo. ¿Una semana en el apartamento de Esther sin defecar o cagando en los retretes del centro comercial Mataró Park? Compré un paquete de bolsas de basura, resistentes, y cada mañana exoneraba el intestino en el dormitorio. Oiga, ni una pizca fuera ¿eh? Primero meaba normalmente en el cuarto de baño y luego regresaba a la habitación. Tres o cuatro hojas de revistas del corazón tipo "Diez Minutos", "Semana", "Qué Me Dices", en el suelo y yo de cuclillas, apoyado de espaldas en la pared. Masa sólida, compacta, en forma de churrro. Nunca he tenido perros, pero cuando empaquetaba el capricho de la naturaleza me acordaba de esa gente que, bolsa en mano, va recogiendo la mierda caliente de sus animalitos. Luego a la bolsa de la basura. Los dos primeros días usé una para cada ración, pero las siguientes veces utilicé la misma. ¿Por qué malgastar recursos? Y además también me preocupaba el problema de la contaminación, un auténtico problema para las futuras generaciones. Por lo tanto durante cinco días fui acumulando en la misma bolsa el resultado de las sabrosas comidas preparadas por Esther. Claro, hombre, claro. El último día boté la bolsa en un contenedor de basura. No iba a dejarla en el apartamento. No soy tan desconsiderado.
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AGENCIA BK DETECTIVES ASOCIADOS