De niño amaba la aviación; de
mozalbete navegué en un barco pirata como ayudante de cocina y de abuelito me
ha dado por la montaña. El mítico Pico del Águila me atrajo desde mi llegada a
Mérida. Frío de espanto y panorámica de vértigo. Mucho me hablaron de los
riesgos en los Andes venezolanos. Sobeira me prestó un libro sobre las montañas
de Mérida. En la sierra Nevada el sempiterno penacho blanco del pico Bolívar y
en la sierra de la Culata la carretera más alta de Venezuela. 4.118 metros de
altitud, y a su vera el monumento del Pico del Águila, un restaurante y la
capilla de la Virgen de Coromoto, patrona de los venezolanos. Hojear el libro
de Sobeira daba miedo. Mal del páramo, hipotermia, congelación de manos y pies.
También Wilson Rojas Peña, vicepresidente de la Asociación de Montañismo y
Escalada de Mérida no dejó de acosejarme cómo afrontar el desafío de la
montaña. "Debes llevar un gorro de lana, guantes, ropa de abrigo, una
brújula, tabletas de chocolate, agua suficiente". Me pareció una
exageración. Por su parte Leonardo Salinas Sánchez me previno de las
consecuencias de caminar rápido y bañarme en la laguna de Mucubají. "El
agua está helada y la orilla es fangosa y abundan las enredaderas. Más de uno
se ha despedido del mundo en la laguna de Mucubají". Bah, no será para
tanto –pensé. El primer día apenas vi nada porque llegué tarde como para hacer
cualquier excursión por los alrededores del Pico del Águila. Regresé más
temprano a la mañana siguiente. Nadie a quien le pregunté se puso de acuerdo en
la duración de la caminata hasta la laguna de Mucubají. ¿Una hora y media?
¿Dos? ¿Más de tres? Empecé a caminar a buen ritmo, como quien va a una cita con
Jennifer López. Más de una hora llevaba de ruta cuando de repente sentí un
latigazo en el corazón. "¡¡Coño!! –exclamé. ¡¡El mal del páramo!!".
Me senté durante unos quince minutos a orillas del camino y después regresé al
Pico del Águila. Un alma caritativa (no abundan en aquellos parajes, también
azotados por la inseguridad), me trasladó al cuartel de los bomberos de
Apartaderos. Una socorrista me hizo un chequeo rápido. 60 pulsaciones por
minuto y la tensión arterial en 156/80. Dibujé un rictus de preocupación.
"Bueno tampoco es demasiado para su edad" –dijo. "Hmmm...
Efectivamente el día menos pensado seré un caballero sexagenario, pero mi
tensión es de 115/70". "No puede ser –porfió la socorrista–. Esa
tensión sólo puede tenerla un joven de 18 años". "Es que las
apariencias engañan, señorita. Estoy fresco como una lechuga. 115/70 de presión
arterial; 50 pulsaciones en estado de reposo; no uso Viagra"...
Transcurrida media hora me volvió a tomar la tensión. El esfigmómetro marcó
126/80. Casi nos hacemos novios la socorrista y mi humilde persona. "¿Me
quedará alguna secuela?" –pregunté. "No, esto es normal cuando la
gente no está acostumbrada a la montaña". Ese día apenas probé bocado por
falta de tiempo. Sólo cuando regresé a Mérida me tomé un cortado (marrón,
perico) y una empanada de carne. Di orden en el hotel de que me despertaran a
las seis de la mañana. Llegué a la estación con el tiempo justo de coger el
autobús por tercera vez hacia el Pico del Águila. Ropa de verano, una chaqueta
de entretiempo, zapatos de calle... Iba vestido como si fuera a dictar una
conferencia en la Universidad de Los Andes. No desayuné en el restaurante del
Pico del Águila porque me pareció caro. Ni agua ni víveres para la singladura.
Dos horas estuve merodeando por los alrededores por culpa de la espesa niebla.
Casi a las doce del mediodía se despejó el camino. Dos horas largas de ruta llevaba cuando me tropecé con un hombre
a lomos de un caballo. "¿Cuánto queda para llegar a la laguna de
Mucubají?" –pregunté. "¡¡Huf!! Está lejos aún. ¿Anda solo?". No
tengo miedo a la soledad ni a quedarme de noche en un cementerio (y si alguien
no me cree estoy dispuesto a apostarme un manojo de billetes o un viaje con
todos los gastos pagados a cualquier parte menos a la costa caribeña, tan
plagada de mosquitos zancudos, jején, aedes, HP). Sólo me preocupan los
animalitos de cuatro patas. "¿Hay perros salvajes por aquí?"
–pregunté. "Por esta zona no suelen aparecer, sólo donde hay ganado"
–respondió el hombre. De todas formas me recomendó coger un atajo para evitar
cualquier riesgo. Abandoné el camino y me interné entre el musgo y los frailejones
montaña abajo. El soberbio paisaje dominaba por completo mis emociones. Pero
súbitamente la neblina surgió del fondo del abismo. Me pareció estar viendo una
película de simulación de formación de nubes a la velocidad del rayo. Rodeado
por la niebla, la tarde se oscureció. Tremendo dilema. Seguir o regresar.
¿Seguir hacia dónde? ¿Regresar por dónde? Permanecí sentado en una roca
mientras el crepúsculo avanzaba inexorable. La alternativa de pernoctar a la
intemperie me hizo coger rumbo casi a tientas hacia el Pico del Águila. No
encontré la senda; cayó la noche y el cielo se cubrió de relámpagos. Lloviznaba
cuando por fin encontré el camino. El frío aún me respetaba, pero estaba mojado
hasta los huesos. Entre la niebla divisé luces, sin duda las del restaurante.
"Estoy salvado" –musité. Di un rodeo y me asomé a la carretera desde
la capilla de la Virgen de Coromoto. El restaurante estaba cerrado, y allí no
se quedaba nadie. Titiritaba de frío y arreció la lluvia. ¿Por qué no quedarme
debajo del porche del restaurante? Dos perros de color blanco andaban de un
lado para otro, y además por la mañana también observé un rotwailer enjaulado. ¿Quién
me aseguraba que ahora no andaba suelto? Decidí buscar refugio en la capilla de
la Virgen de Coromoto, misión imposible porque la capilla estaba cerrada a cal
y canto con una gruesa cadena y tres candados. Durante horas soporté la lluvia
pegado a la verja de la capilla. Estaba calado desde la sesera hasta los pies.
Todo el mundo se volcó dándome consejos y a nadie se le ocurrió recomendarme un
triste paraguas. ¡¡Eso no se hace con un amigo, coño!! Cesó de llover y empezó
el viento. A veces ululaba huracanado. Con el viento llegó el temido frío. Me
senté con los brazos y la cabeza hechos un ovillo junto a las piernas. Temblaba
como un muñeco de cuerda. Muy entrada la noche vi aparcar un vehículo cerca del
restaurante. Pensé en pedir auxilio, pero como aún conservaba el juicio también
pensé en los perros. ¿El conductor de la camioneta me iba a socorrer por las
buenas o saldría huyendo como alma en pena? ¿De ser así que iba a suceder luego
con los perros tras delatar mi presencia? En boca cerrada no entran moscas.
Unos diez minutos más tarde vi con desconsuelo cómo los haces de los faros de
la camioneta serpenteaban de nuevo por la carretera. Aquella noche de perros
recordé a cierta persona. Me leyó la mano en Panamá y me dijo: "No morirás
viejo ni enfermo". Hmmm... Aquella noche recordé a gente viva y a gente
muerta. Recordé mi vida desde mi más tierna infancia. Empecé a tomar en serio
la posibilidad de abandonar el mundo en el Pico del Águila. Dolor intenso en la
parte de atrás de la cabeza, ganas de vomitar, sed de muerte, dedos hinchados,
temblores incontrolables... Sólo en dos momentos me pareció sucumbir al
cansancio, pero los temblores me despertaron instantáneamente. Vencer las ganas
de dormir significaba vencer a la muerte. Me aferré a la vida. Toda la noche
estuve consciente, sin alucinaciones. No creo en religiones ni leyendas. Ni los
fantasmas ni las sugestiones pueden conmigo . Pero me sucedió algo en el Pico
del Águila, ocurrió, lo escuché. Entre los aullidos del viento oí como si
alguien estuviera haciendo un agujero en la tierra. Cloc, cloc, cloc. Durante varios minutos escuché aquellos golpes. ¿Un
campesino madrugador? Nadie vive en aquella zona ni nada hay plantado. ¿Quizá
alguien tratando de esconder un arma, un tesoro, un cadáver? No guardaba
fuerzas para defenderme si daban conmigo. "No morirás viejo ni
enfermo" –me dijo aquella panameña de culo respingón y fuego en las
entrañas. No sé cuánto tiempo permanecí con los ojos como plato mirando hacia
la oscuridad. El silencio reinó de nuevo y la fatiga también. Me olvidé del
suceso. La noche de mil demonios dio paso a la mañana. Después de varios
intentos conseguí ponerme de pie. Necesité varios minutos hasta lograr caminar
sin apoyarme en la pared de la capilla. Me quité los zapatos, exprimí los
calcetines y me froté los dedos de los pies, hinchados, amoratados. Traté de
escupir y no pude. Miré alrededor de la capilla y en el terraplén hacia la
carretera y no vi ninguna señal del "hoyo". Enseguida pasó el primer
vehículo después de tantas horas de tráfico inexistente. Por fortuna se trataba
de un autobús con dirección a Mérida. Dios me dio una voz romántica, sensual,
varonil, pero cuando le di los buenos días al chófer me salió un sonido tipo
Francisco Franco Bahamonde. 36 horas sin comer ni beber nada a temperatura bajo
cero llevaba cuando me apeé del autobús en Mérida. Aquella mañana no pasé
desapercibido para el resto de la gente. A todo el mundo conté mi peripecia.
Una persona me preguntó: "¿No viste ningún fantasma?". Según parece
las montañas de Mérida son fuente inagotable de mitos y leyendas desde siempre.
Todo el mundo me contó algo, y por supuesto todo el mundo creyó a pie juntillas
mi relato sobre aquellos extraños sonidos. Todo el mundo me creyó y yo sin
embargo jamás hubiera creído a nadie. Pero después de aquella madrugada he
aprendido a ser más humilde con las creencias de la gente. ¿Salud de hierro? ¿Fuerza
de voluntad? ¿Milagro? "Tendrás que depositarle unas flores a la Virgen de
Coromoto" –me dijo Leonaro Salinas Sánchez en presencia de su hermana. Lo hice un día antes de
abandonar Mérida acompañado por ella gran devota de la Virgen.
EXTRACTO DEL LIBRO
¡Ah, los altos, serpenteantes,
relucientes y millonarios sembradíos en los andenes o terrazas de los páramos
de Mérida! ¡Qué alegría de la tierra, que alegría de los ojos y las almas bajo
el cielo plácido, vergel celeste atildado de nubes, viento y pájaros!
Belleza múltiple y arrobadora la
de Mérida, sus montañas, sus valles y sus ríos en la inmensidad de su tierra y
de su cielo; belleza única, suprema, la de sus mujeres, que bien vale el dolor
y la muerte por ser favorecido por su amor.
Las características de su turismo de montaña, con sus altas y escarpadas
serranías que invitan a la aventura y al senderismo; las impetuosas fuentes de
agua que descienden en plateadas cascadas desde las más altas cumbres; los
parques naturales con el encanto que ofrece el medio agreste y la vegetación
tropical; las silentes y adormecidas lagunas bajo la neblina; los pequeños
pueblos en las hondonadas de los valles o en las cimas de las colinas son
motivo de atracción de los turistas.
El "calentito"
es un típico brebaje de los Andes muy utilizado
en el páramo desde los tiempos que no existía la carretera. Sucedía con frecuencia
que los viajeros, posiblemente por causa de la altura, el frío y la baja
presión atmosférica, los acometía el "mal del páramo". Vómitos,
mareos y diarreas que en más de una ocasión pusieron en peligro la vida de los
viajeros. Los "curiosos" del páramo combatían este mal haciéndolos
entrar en calor por el bárbaro procedimiento de castigar sus carnes con un
objeto contundente o con la toma de una bebida preparada con papelón quemado y
aguardiente de caña hervido, a la que le agregaban hierbas aromáticas y
medicinales, entre ellas, frailejón, díctamo real, zarzaparrilla... Aún hoy en
algunos sitios del páramo se ofrece a los transeúntes un vasito caliente de
"calentado".
Desde aquí en adelantela montaña se viste con nuevos ropajes. Los
campos sembrados de papas y hortalizas, flores y legumbres, desaparecen a
medida que se asciende hacia el Pico
del Águila (o Paso del Cóndor), y comienza el reinado del blanco y lanudo
frailejón, típico ejemplar de la flora a más de 3.000 metros de altitud. El paraje
se torna hosco y solitario mientras la cinta gris de la carretera, ceñida a los
contornos de las laderas, dibuja curvas hacia el punto más alto de las
carreteras venezolanas.
PICO DEL ÁGUILA Y LA CAPILLA DE LA VIRGEN
LAGUNA DE MUCUBAJÍ
NIEVE – FRAILEJONES – SOLEDAD
TERESA UN TÓRRIDO AMOR
EN LOS ANDES
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AGENCIA BK DETECTIVES ASOCIADOS